Jesús Arturo Herrera Salazar, politólogo, director del programa de Ciencia Política en UNICERVANTES
Los Talibanes no son un movimiento tradicionalista sino otro subproducto de la Modernidad.
Tras 20 años de ocupación militar, los Estados Unidos han abandonado Afganistán. Parece justificado entender esta retirada como un retroceso: Afganistán volvería a 2001 antes de que los EE. UU. invadieran el país para derrocar el régimen de los talibanes. Sin embargo, esta lectura de los hechos políticos en términos de progreso o retroceso es síntoma de uno de los principales problemas de Occidente al comprender el papel del islam en la política asiática. Así, se ha interpretado el fundamentalismo islámico de regímenes como el talibán con un estadio anterior de la historia humana, llegando en algunos casos a la afirmación de que, tras la caída del régimen democrático, Afganistán “volverá a la Edad Media”.
Esta concepción se encuentra arraigada en nuestra idea de lo “moderno”, que usamos para referirnos a todo lo más reciente y actual, sin percibir la profundidad de su significado sociopolítico. La Modernidad, a riesgo de generalizar, describe un proyecto filosófico-político de transformación de todas las realidades sociales a partir de la libre voluntad humana. Aquí se incluyen el positivismo científico, la democracia liberal, el capitalismo económico y también la secularización. Es este fenómeno de la secularización, el cual investigamos en la línea de Historia, Política y Religión del Semillero de Investigación Institucional en UNICERVANTES, el que vemos cuestionado con la victoria de los Talibanes en Afganistán, y por el cual interpretamos tal victoria en términos de “regreso al pasado”.
Bajo este prisma, interpretamos cualquier movimiento político de contenidos religiosos como un rechazo a la modernidad, un esfuerzo por retroceder el tiempo y reinstalar los regímenes políticos pre-modernos. No vemos que el fundamentalismo islámico, al igual que los movimientos pentecostales o neo-pentecostales, los Nuevos Movimientos Religiosos y la Nueva Era, es también un producto religioso de la Modernidad. El fundamentalismo islámico surge contra la secularización moderna, pero también como consecuencia de la estatalización del mundo islámico entre los siglos XIX y XX, y alimentado por la, muy moderna y europea, ideología de la descolonización.
En Afganistán, no puede entenderse el surgimiento del movimiento Talibán sin la devastación y el desarraigo de las comunidades rurales en medio de la Guerra Civil. Romper los modos de vida tradicionales afganos permitió la aparición de proyectos políticos fundamentalistas, que lejos de reconstruir el hilo roto de la tradición, apuntan a fundar una nueva sociedad en torno de una “purificación” del islam. Es lo que vemos con la imposición del burka como atuendo para las mujeres, en detrimento de las vestimentas tradicionales propias de cada etnia afgana, o también con la destrucción del patrimonio cultural, como hicieron los talibanes al destruir los budas de Bamiyán, el Estado Islámico con los yacimientos arqueológicos de la Mesopotamia, o el régimen wahabí en Araba saudita al destruir lugares relacionados a la vida de Mahoma, que los mismos musulmanes consideraban sagrados. Justamente ese afán iconoclasta, que comparte con las izquierdas americanas, demuestra el carácter revolucionario y moderno del fundamentalismo islámico, pues reafirma ese rechazo al modus vivendi que las comunidades musulmanas habían construido alrededor de ese patrimonio. Su objetivo no es la recuperación del pasado perdido, sino la transformación de la sociedad según su visión particular del islam, y en ello no dista mucho de las ideologías modernas que conocemos en Occidente.
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