El escritor irlandés James Augusta Joyce, cuando corría el año 1922, publicaba su Ulises, la novela del siglo según los expertos. Allí, Joyce describía las peripecias vividas en las calles de la ciudad de Dublín por el pequeño burgués irlandés Leopold Bloom durante el 16 de junio de 1904. Un hecho digno de ser rescatado es que el protagonista de la novela es judío, pero los episodios de aquel día siguen el modelo de la Odisea. Es así como Joyce pretende recordarnos que nuestra cultura –la tradición occidental- es, en realidad, un gran país que se halla atravesado, bañado y alimentado por dos ríos: uno de ellos nace en Israel, el otro en Grecia. Y, precisamente, estos dos ríos están constituidos, a su vez, por dos textos fundamentales que alimentan nuestra cultura con ricas historias.
Pues bien, no olvidemos que, al fin de cuentas, una cultura es el conjunto de historias que da cohesión a una sociedad. Y entre estas historias tenemos aquellas en las que nos tropezamos con los relatos acerca de los orígenes, esto es, la biografía de una sociedad (la descripción de su vida), que le dice lo que es.
Los dos textos fundamentales de la cultura europea son:
- La Biblia hebrea;
- La doble epopeya griega de la invasión de Troya -la Ilíada (en griego, Troya se dice Ilion)- y la Odisea, el viaje de regreso del astuto Ulises desde la destruida Troya hasta su casa, Ítaca, al encuentro de su esposa Penélope.
El autor de estos dos poemas épicos es Homero; el de la Biblia, Dios. Ambos autores tienen rasgos especiales y parecidos: Homero no podía ver; Dios no podía ser visto, pues estaba prohibido hacerse una imagen de él.
Esto nos sugiere que entender lo que nosotros somos implica acercarnos a comprender, ciertamente, el fontanar de la cultura grecorromana, pero, al mismo tiempo, exige de nosotros adentrarnos en lo que el Cristianismo ha significado y significa en la construcción de nuestra identidad.
Desde este punto de vista, el conocimiento a los Padres de la Iglesia reviste una importancia capital para conocer, interpretar y comprender nuestra propia cultura, puesto que ellos fueron los primeros que intentaron hacer una reflexión acerca del sentido de lo cristiano.
Por lo demás, no se trata, ciertamente, de una cuestión meramente histórica o historiográfica. De hecho, aunque cada época es distinta a las precedentes y a las que le siguen, sin embargo, es posible otear paralelismos entre ellas. Y, justamente, el mundo en que vivieron los Padres de la Iglesia guarda estrechas semejanzas con el mundo actual en que nos movemos los cristianos en el despuntar de este tercer milenio.
En efecto, la sociedad de los Padres de la Iglesia era una sociedad no cristiana, en el sentido de que el Evangelio aún no había llegado a muchos lugares. Por eso, podemos decir que el mundo en que ellos se desenvolvían era un universo pagano. Hoy, nuestra sociedad, aunque ha recibido la Buena Nueva, en muchos aspectos tiene la pretensión de desdecir de sus orígenes cristianos y muchos autores claman por un retorno del paganismo. En este sentido, no es aventurado decir que nuestro mundo tampoco es cristiano, sino pagano. Con una gran diferencia: el mundo de los padres era pagano por ser pre-cristiano; nuestro mundo es pagano en el sentido –discutible, por lo demás- de querer ser post-cristiano.
Ahora bien, cuando nos adentramos a conocer el fondo de la sociedad pagana de los Padres de la Iglesia notamos ciertas características bastantes dicientes: en primer lugar, el cristianismo estaba asediado por ataques de enemigos pertenecientes a frentes diversos: por un lado, enemigos internos, es decir aquellos cristianos que, en su intento por comprender la nueva visión del mundo que el cristianismo implicaba, destruían lo propiamente cristiano al amalgamarlo a cualesquiera corrientes que, en su momento pululaban por el Imperio. A estos personajes los recordamos con el nombre de herejes. Pero, por otro lado, estaba el grupo de los enemigos externos, constituido, en términos generales, por los pensadores paganos que veían en el cristianismo poco más que una superstición oriental sin base racional alguna.
Frente a unos y otros los Padres intentaron hacer ver que la nueva fe en Jesucristo no constituía un atentado contra la razón, sino, al contrario, una sublimación de la misma. Quizá la principal preocupación de los Padres era precisamente esa: mostrar cómo la fe en Jesucristo respondía a los anhelos más profundos del alma humana, además de que daba respuesta a un sinfín de interrogantes que la cultura y el pensamiento antiguo ya no estaban en condiciones de asumir.
Mutatis mutandi, es ésta la situación en que nos hallamos los cristianos del siglo XXI, que también, como los Padres, hemos de dar razón de nuestra fe a un mundo que ha dejado de ver en el Cristianismo el germen de una esperanza sin parangón. De hecho, nuestra realidad, así como el mundo antiguo, da signos de cansancio y desánimo.
En efecto, uno de los sociólogos más importantes de nuestros tiempos, Zygmunt Bauman ha acuñado la expresión “modernidad líquida” para definir el estado fluido y volátil de la actual sociedad, sin valores demasiado sólidos, en la que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios ha debilitado los vínculos humanos. Lo que antes eran nexos potentes ahora se han convertido en lazos provisionales y frágiles. Por eso, podemos sostener que la sociedad actual se basa en el individualismo y en una forma de vida cambiante y efímera en la que la los valores que nos mueven son algo temporal e inestable que carece de aspectos sólidos. Todo lo que tenemos es cambiante y con fecha de caducidad, en comparación con las estructuras fijas del pasado.
Frente a este estado líquido de nuestra sociedad (y de nuestro amor, de nuestra vida, de nuestros tiempos) vale la pena rescatar una forma de enfrentar la realidad que, sin esconderse tras máscaras que intentan decir que, en el fondo todo está bien, nos muestra la posibilidad de escribir un mundo con caracteres distintos, con los caracteres propios de la fe, la esperanza y el amor cristiano.
Así como en el seno del mundo clásico, que ya estaba desapareciendo y no daba más de sí, los Padres supieron mostrar la posibilidad de construir una realidad distinta, lo que después sería conocido como la Sociedad cristiana, y que tantas riquezas traería consigo.
Y nuestro mundo, nuestra realidad, nuestros corazones, también están necesitados de ese mensaje de esperanza. T. S Eliot escribía lo siguiente: “Estéril y vacío. Estéril y vacío. Y la tiniebla estaba sobre la faz de lo profundo”. Esta noble y solemne desesperación se ha convertido hoy en simple crónica. En efecto, sobre los males del hombre contemporáneo se habla en libros, revistas, periódicos, cafés… en cualquiera reunión. Quizá ninguna expresión tenga tanta resonancia en nuestros días como el vocablo “crisis”: la vemos por todas partes, en la política, en la religión, en la sociedad, en el amor, etc.
Pero nosotros, como cristianos, no solamente podemos contentarnos con levantar acta de defunción de un mundo que se tambalea: sabemos que hay algo que ha vencido al mundo y que mantiene en firme nuestro caminar, porque no todo está perdido.
Esta es la riqueza que podemos encontrar en los Padres de la Iglesia: un llamado a la esperanza, a la ilusión, al convencimiento de que Jesús puede hacer nuevas todas las cosas y que, con su ayuda, nuestro trabajo por hacer de la sociedad algo verdaderamente habitable no caerá en la nada. Quizá nunca, como en nuestra época, sea necesario ese mensaje de aliento que ve en el Cristianismo el ancla para asegurarnos en nuestras luchas, el faro que guía nuestros pasos hacia algo, aún no conseguido, pero que nos espera al final del camino.
Alejandro García Durán.
Filósofo y Teólogo, docente del programa de Teología en UNICERVANTES.
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