Alejandro García Durán.
Filósofo y Teólogo, docente del programa de Teología en UNICERVANTES.
Normalmente, a la hora de tomar la decisión de cursar un programa académico, nos asaltan un sinfín de cuestionamientos: acerca de su utilidad, de sus perspectivas de ejercicio laboral, de si responde a lo que queremos, etc. De hecho, una de las condiciones que el MEN exige para todo programa tiene que ver con su justificación, es decir, con el hecho de que dicho programa responda a las necesidades de la sociedad.
Y es que, en definitiva, a pesar de que elegir por una carrera u otra, por un posgrado u otro, no depende sólo ni exclusivamente de la posibilidad de inserción en el universo laboral, lo cierto es que esto hemos de tenerlo siempre presente, pues, hoy por hoy, los estudios por los que optamos tienen un direccionamiento en ese sentido.
Ahora bien, cuando miramos el mundo que nos rodea, en el que nos movemos, podemos notar, no pocas veces, que ante nosotros se erige una realidad inédita, en muchos sentidos maravillosa y en otras inquietante. Esta nueva realidad ha sido denominada con diversos nombres: mundo digital, universo tecnológico, civilización digital, etc. Pero el común denominador que se halla detrás de todas estas expresiones hace alusión a un mundo modelado tecnológicamente. Por eso, se viene hablando, desde hace ya un buen número de décadas, de la revolución tecnológica (una etapa más en el progresivo auge de la revolución industrial).
Pues bien, este mundo impone retos de tal envergadura que han modificado de manera sustancial el panorama en el que nos movemos. Así, por ejemplo, el ecosistema laboral, en nuestros días, es muy distinto al que veíamos hace algunos decenios. Las empresas están adoptando un modo de ser diferente, menos burocrático quizá, en donde las estructuras estables y férreas de mando y control han cedido el paso a un sistema liviano, más descentralizado.
Resulta indiscutible que, en el mundo empresarial de nuestros días, las empresas que gozan de mayor éxito, aquellas que han logrado cotas altas de crecimiento y las que de manera más profunda inciden en el mercado, vienen caracterizadas por su carácter flexible, ligero y porque han logrado, con sus productos, lograr significación en la vida de las personas. Una empresa potente no es aquella que hace gala de una gran estructura física ni de tener a su disposición un número infinito de empleados.
Hace algún tiempo, por poner un ejemplo, Facebook compró WhatsApp por 19.000 millones de dólares. La empresa sólo tiene 59 empleados, pero canaliza en torno a 50.000 millones de mensajes diarios.
Además de esto, algunos productos propios de la revolución tecnológica, verbi gratia, el computador personal, ha permitido que los procesos adquieran un carácter más automático, menos dependiente del accionar concreto de las personas a través de su presencia física en la sede del trabajo. Esto viene exigiendo que los trabajadores han de desarrollar algunas destrezas especiales. Así, sin ir más lejos, lo que se espera en nuestros días de un empleado eficiente no es tanto el tiempo que dedica a sus ocupaciones, que cumpla con el plan laboral, sino que sepa mostrar un tipo de pensamiento experto, o sea, la capacidad de dar con soluciones a problemáticas frente a las cuales las soluciones rutinarias no son suficientes. Pero, el empleado de nuestros días, al mismo tiempo, debe ser un alguien capaz de desarrollar capacidades de comunicación compleja, es decir, que esté en condiciones de persuadir, de explicar, de trasmitir, de modos diversos, interpretaciones concretas de información recibida.
Si echamos una mirada al pasado no tan lejano, notaremos una proceso evolutivo bastante clarificador respecto de quiénes son los protagonistas laborales en cada momento. Durante el siglo XVIII el arte de la agricultura constituía el factor fundamental de cara a generar riqueza. Una centuria más tarde, en el siglo XIX, el papel protagónico en la economía lo tendrá la industria, y entonces, ya no los granjeros sino los operarios dentro de las fábricas serán el elemento fundamental. Entrado el siglo XX, vemos el nacimiento de la era de la información, y los trabajadores con mayor relieve serán los más cualificados intelectualmente, es decir, aquellos que estaban en posesión del conocimiento o, por lo menos, sabían dónde encontrarlo para acceder a él y manejarlo. En los inicios de este siglo XXI el potencial de talento reposa en un ser humano que pueda aportar soluciones novedosas a situaciones inesperadas y que pueda, por lo demás, impactar emocionalmente en los otros humanos. Por ello, los profesionales más exitosos en nuestros días no son los más “productivos”, sino los que tienen mayores capacidades de empatía, de creatividad y de interacción.
Todo esto demanda, por tanto, profesionales con una mentalidad distinta. Y, en ese sentido, los procesos y el mismo sistema educativo han de sufrir un fuerte movimiento transformador. No se trata, por supuesto, de que el conocimiento adquirido no sea suficiente. Pero, quizá, se ha hecho demasiado énfasis en ello.
El mundo actual demanda una educación diferente, que potencie la habilidad de perspectiva, la creatividad, la visión de futuro, el poder de interactuar con otros. Hoy se exige de los profesionales que sepan persuadir, que incidan en el “corazón”, que tengan la actitud y la postura adecuada para ser, en realidad, significativos.
Se trata, por consiguiente, de que hemos de saber “movernos” en el mundo y aportar aquellos sentidos que afecten, de manera positiva, el entorno al que pertenecemos. Y, en este sentido, resulta llamativo lo las que las artes liberales pueden aportar. En efecto, desde su nacimiento en Grecia, la primera educación – la educación del héroe- se centraba no tanto en la adquisición de conocimientos teóricos o la capacidad de dominar técnicamente herramientas concretas. De hecho, no existía una educación especializada en ese sentido.
Es cierto que, desde un primer momento, el sistema educativo clásico –si podemos llamarlo así- implicaba el perfeccionamiento de ciertas destrezas, como podría ser el manejo de las armas, pues no olvidemos que, de acuerdo al tipo de sociedad de entonces, lo que se buscaba era, sobre todo, formar un caballero militar. Pero la educación de este caballero no consistía en hacerlo, simple y llanamente, un combatiente fuerte en el campo de batalla, sino que gozara de la capacidad de actuar en público, que pudiese persuadir. Era, en el fondo, un hombre que sabía triunfar en el campo de batalla y en ágora.
Esto también explica la preocupación por la gimnasia, por lograr una apariencia física adecuada. Y por este mismo motivo, no nos puede extrañar el fuerte énfasis que la educación liberal hacía en el dominio del lenguaje, de la expresión. Por lo demás, la educación clásica, con mayor o menor fuerza dependiendo del momento, nunca consideró que, en el proceso formativo, se debiera olvidar el forjamiento del carácter moral del educando. Es el ideal del Kalós-Kagathós, del hombre bello y bueno, que “sabe estar”, que no desentona.
Así las cosas, la Especialización en Teología y Educación Clásica nos recuerda un modelo educativo que tiene virtualidades insospechadas frente a un mundo que se ha decantado por una formación profesional basada, en no pocas ocasiones, en la productividad.
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