La Guerra en Ucrania ha desmoronado el orden global de la posguerra fría, pero el escalamiento del conflicto entre Rusia y Occidente amenaza con desbaratar incluso los fundamentos de la seguridad global establecidos desde la Segunda Guerra Mundial.
En toda la mitad del siglo XX, La Segunda Guerra Mundial estuvo asociada a una serie de crímenes de tal magnitud, que su finalización trajo inevitablemente el establecimiento de una serie de acuerdos entre los países para evitar la repetición de los mismos. En 1945 se lanza la Organización de las Naciones Unidas con el proyecto de evitar a toda costa el estallido de una nueva guerra de proporciones similares. Para cumplir con este propósito, los arquitectos analizaron con cuidado la experiencia fallida de la Sociedad de Naciones, incapaz de prevenir la Segunda Guerra Mundial, y establecieron que la única forma de que el sistema podía funcionar era manteniendo a todas las grandes potencias en el juego.
En efecto, en la Sociedad de Naciones todos los Estados miembros tenían igual peso en las discusiones y votaciones, lo cual terminó favoreciendo las tendencias aislacionistas de los Estados Unidos y la Unión Soviética. Así pues, el sistema construido en 1945 tuvo que matizar el principio de igualdad en la soberanía de los Estados, con el reconocimiento de un hecho real: el peso político de un Estado en el sistema internacional depende de su poder relativo, es decir, de su capacidad efectiva para hacer valer sus intereses. Esto, en el sistema de seguridad global implica referirse necesariamente a la capacidad militar de cada Estado.
Así pues, la constitución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, cómo una especie de “club” de Estados privilegiados, parte del reconocimiento de que en el orden internacional había Estados “consumidores” de seguridad, y Estados “proveedores” de seguridad, siendo estos últimos los únicos con la capacidad para disuadir o contrarrestar las amenazas a la paz internacional [i]. El derecho de veto que poseen los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (El Reino Unido, Francia, Rusia, Estados Unidos y China) representa la formalización de una línea roja ya existente en la política internacional: el riesgo de una confrontación directa entre dos potencias nucleares, con el muy probable escenario de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD por sus siglas en inglés).
A lo largo de la Guerra Fría los cinco miembros usaron su derecho de veto en diferentes ocasiones y con diferente frecuencia, siempre con el fin de garantizar que el poder relativo que les había otorgado ese privilegio en el sistema internacional se mantuviera. El derecho de veto no sólo supone la capacidad de bloquear las decisiones, sino que constituye una poderosa herramienta diplomática, pues la amenaza de usar el veto ha servido para forzar a los demás actores a negociar para evitar el estancamiento.
No obstante, la caída de la Unión Soviética en 1991 supuso un desequilibrio en la bipolaridad vigente, y los Estados Unidos comenzaron el siglo XXI pregonando “el triunfo de la democracia” en un orden unipolar liderado por Norteamérica como única superpotencia. En la última década del Siglo XX y la primera del XXI los Estados Unidos realizaron múltiples intervenciones en diferentes lugares del globo (Panamá, Irak, Somalia, Bosnia, Sudán, Afganistán, Serbia, Filipinas, Haití), algunas de ellas sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
En teoría, la desaparición del Pacto de Varsovia conllevaría también a la disolución de su contraparte, la Organización del Atlántico Norte, dada la extinción de la amenaza que le dio origen. Por el contrario, la caída de la Unión Soviética vino acompañada de una rápida expansión de la OTAN en los países de Europa Oriental (Hungría, Polonia, República Checa, Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Croacia, Albania, Montenegro y Macedonia), y de la intervención militar contra un viejo aliado de Rusia como Serbia.
Esta expansión de la alianza militar no implicó necesariamente un aumento considerable de las capacidades militares, sino que se trató de una mera expansión geográfica del área de cubrimiento de la OTAN, perfectamente alineada además con el proyecto estadounidense de crear un “escudo antimisiles” que pudiera interceptar cualquier misil proveniente del continente euroasiático en contra del territorio americano. En este orden, la relación de poder entre los miembros de la alianza se hizo cada vez más desbalanceada, no sólo por la escasez de nuevos miembros, quienes ingresaban a la OTAN buscando la protección de los EE.UU. y con una mínima capacidad para asumir los compromisos de defensa colectiva, sino también por los viejos miembros de la alianza en el continente europeo, quienes redujeron considerablemente su presupuesto en materia de defensa. Los Estados Unidos quedaron como el gran “proveedor” de seguridad de toda la alianza, a cambio del despliegue de material estratégico en su territorio.
Sin embargo, a través de esos años algo cambió dentro de Rusia. El proceso de disolución de las instituciones soviéticas estuvo acompañado de una profunda crisis política y económica dentro del país, y la pérdida de prestigio a nivel internacional que la precitada expansión de la OTAN. No obstante, dos acontecimientos sacudieron la perspectiva política rusa. (La guerra en Chechenia con el posible desmembramiento del territorio ruso, y la intervención contra Serbia que culminó con la secesión de Kosovo). El agotamiento del entusiasmo liberal en Rusia se hizo cada vez más claro con el viraje en el gobierno de Vladimir Putin especialmente tras la guerra en Georgia en 2008.
Muchos analistas han señalado cómo la actual guerra en Ucrania ha seguido fielmente el mismo discurso de la guerra en Georgia en 2008. Lo que pocos han notado, es que, a su vez, la guerra en Georgia siguió el mismo discurso de la guerra estadounidense contra Serbia en 1998. En todos estos casos, se ha invocado la existencia de un genocidio inminente contra una minoría étnica como casus belli para justificar la intervención militar en un país soberano y luego proceder a su desmembramiento. En el caso de Rusia, se añadió en ambos casos el otorgamiento masivo de la ciudadanía rusa a la población del país vecino para convertir la intervención en una defensa de los nacionales.
En Kosovo, los EE.UU. aprovecharon los problemas internos que Rusia enfrentaba en aquel entonces para realizar una acción unilateral, que Rusia hubiera vetado en el Consejo de Seguridad, sin temor de escalamiento. En el caso de Georgia la rapidez de la acción rusa, unida a su control sobre el Mar Negro, previno cualquier respuesta por parte de la OTAN. Para los EE.UU. se trataba de aumentar su influencia en Europa oriental, redibujando la cortina de hierro cada vez más al Este. Para Rusia significaba ponerle líneas rojas a la política exterior de los EE.UU., como quedó también claro tras la crisis de 2008 en torno de la ubicación del escudo antimisiles en Polonia y República Checa, luego de Putin amenazara con el uso de armas nucleares.
En ambos casos la acción rápida permitió a ambas potencias marcar una línea roja a su favor y negociar a partir de los hechos consumados. Esto es justamente lo que no ha ocurrido en Ucrania, en buena medida a causa de su extensión geográfica, a comparación de Serbia y Georgia, permitiendo así la prolongación de las hostilidades y el escalamiento del conflicto entre Rusia y Estados Unidos. Es justamente esa tensión entre los intereses de ambas potencias, el interés ruso por recuperar la paridad de las relaciones en la Guerra Fría contra el interés estadounidense por no renunciar al orden unipolar de los años 90’s, lo que ha puesto en marcha la última carrera armamentística en tecnologías de disuasión nuclear, un recuerdo de las verdaderas líneas rojas que fundamentan el orden global reflejado en el Consejo de Seguridad de la ONU.
La guerra de Ucrania ha hecho que broten a la superficie una serie de graves fracturas en el sistema global de seguridad. A pesar de la insistencia de los EE.UU. en que Ucrania solicitara el ingreso a la OTAN, han sido incapaces de impedir una ocupación estable de amplias zonas del territorio ucraniano por parte de los rusos, y esto puede minar la confianza de los miembros “consumidores” de la OTAN en la capacidad de los EE.UU. para defenderlos. Es verdad que para los intereses estratégicos de los EE.UU. puede resultar más conveniente la prolongación de la guerra con el fin de desgastar militar, económica y políticamente al gobierno ruso, pero no deja de ser una perspectiva poco halagüeña para sus aliados. De ahí que los países europeos hayan comenzado a incrementar considerablemente sus presupuestos de defensa.
El orden global de la posguerra estaba basado en un relativo consenso en torno de los límites político-estratégicos que las potencias debían observar respecto de la contraparte para evitar la confrontación directa. La crisis en Ucrania está escalando aceleradamente, evidenciando que las líneas rojas no están del todo definidas, o por lo menos, evidencia errores de percepción en cuanto a las líneas rojas de la contraparte. Eso comporta un grave riesgo de que un error de cálculo por parte de alguna de las potencias lleve a la temida guerra nuclear.
Para los demás países, la crisis en Ucrania representa un campanazo de alerta, pues podrían verse arrastrados a una confrontación que exceda sus propias capacidades defensivas y termine atentando contra sus intereses particulares. Ese es el caso de Turquía, un tradicional aliado de los EE.UU. y miembro de la OTAN que apoyando la política estadounidense se involucró en la guerra en Siria hasta que se hizo evidente que la victoria rebelde implicaba el fortalecimiento del movimiento independentista kurdo. Desde ese momento, el régimen de Erdogan ha dado un giro geopolítico y se ha acercado a Rusia en un intento por erigirse como potencia regional con una agenda política propia.
Además, el escalamiento del conflicto ha demostrado el carácter multidimensional de la seguridad, más allá de los aspectos meramente militares. Si Ucrania se ha convertido en el campo de pruebas de la última tecnología militar de Rusia y los países de la OTAN, la confrontación directa entre ambas potencias ha adquirido el carácter de una guerra económica. Conforme la guerra ha ido avanzando cada una de las partes ha subido la apuesta, y mientras EE.UU. trata de quebrar el mercado financiero ruso y aislar su economía del resto del mundo, Rusia responde cortando el suministro de importantes materias primas a los miembros europeos de la OTAN y tratando de romper el monopolio internacional del dólar creando un mercado “desdolarizado” entre Rusia, China e India.
En conclusión, la guerra en Ucrania no sólo ha marcado el fin de la pretendida unipolaridad pregonada por los EE.UU. en los años 90, sino que tampoco ha supuesto un regreso al orden bipolar de la Guerra Fría. Se ha roto el consenso entre las grandes potencias acerca de las líneas rojas que no deben ser cruzadas en la política internacional, y es por lo tanto previsible un aumento de la conflictividad entre esos países, en la cual los países aliados de menor nivel llevan la peor parte, pues la relación consumidor-proveedor puede resultar incapaz de garantizar la seguridad de los mismos, por lo que conviene que los países, especialmente los que como Colombia son más dados a alinearse sin reservas con alguna de las grandes potencias, empiecen a pensar una política exterior más independiente y más flexible ante un orden global cambiante e incierto.
[i] Paul M. Kennedy, The Parliament of Man: The Past, Present, and Future of the United Nations (New York : Random House, 2006), 26-28, http://archive.org/details/parliamentofmanp0000kenn.
Jesús Arturo Herrera Salazar politólogo, director del programa de Ciencia Política en UNICERVANTES.
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